La verdad es la realidad de las cosas. Cuando las conocemos como son en sí, alcanzamos la verdad; de otra suerte, caemos en error. Conociendo que hay Dios conocemos una verdad, porque realmente Dios existe; conociendo que la variedad de las estaciones depende del Sol, conocemos una verdad, porque, en efecto, es así; conociendo que el respeto a los padres, la obediencia a las leyes, la buena fe en los contratos, la fidelidad con los amigos, son virtudes, conocemos la verdad; así como caeríamos en error pensando que la perfidia, la ingratitud, la injusticia, la destemplanza, son cosas buenas y laudables. Si deseamos pensar bien, hemos de procurar conocer la verdad, es decir, la realidad de las cosas. Un sencillo labrador, un modesto artesano, que conocen bien los objetos de su profesión, piensan y hablan mejor sobre ellos que un presuntuoso filósofo, que en encumbrados conceptos y altisonantes palabras quiere darles lecciones sobre lo que no entiende. Por fin, si tomamos una cosa por otra, como, por ejemplo, si creemos que son blancas unas vueltas que en realidad son amarillas, mudamos lo que hay, pues hacemos de ello una cosa diferente. Cuando conocemos perfectamente la verdad, nuestro entendimiento se parece a un espejo en el cual vemos retratados, con toda fidelidad, los objetos como son en sí; cuando caemos en error, se asemeja a uno de aquellos vidrios de ilusión que nos presentan lo que realmente no existe; pero cuando conocemos la verdad a medias, podría compararse a un espejo mal azogado, o colocado en tal disposición que, si bien nos muestra objetos reales, sin embargo, nos los ofrece demudados, alterando los tamaños y figuras. Ciertos hombres tienen el talento de ver mucho en todo; pero les cabe la desgracia de ver lo que no hay, y nada de lo que hay. Una noticia, una ocurrencia cualquiera, les suministran abundante materia para discurrir con profusión, formando, como suele decirse, castillos en el aire.
Yo tengo La conversación siguió igual, ya él no dejaba de sacarme chupitos de tequila. Pasada la hora, yo ya iba bastante borracho y él, poco a poco, iba acortando distancias entre él y yo. La realidad es que el tío era enorme. Yo me estaba poniendo caliente por momentos y él, por su parte, no paraba de recorrerme con la mirada. Tengo las llaves aquí. Yo no me lo pensé y le dije que sí al momento, así que llamé a un taxi y nos montamos en él. A lo largo del trayecto, fue enviando mensajes por el móvil todo el rato, cosa que me pareció muy anómalo, pero decidí no darle mucha importancia, así que yo, por mi parte, me dediqué a sobarle el atadijo que, por cierto, era enorme. Últimamente, llegamos a su bar.
De frente, muestra una cara afable ya un poco cansina, la sonrisa colgada en la comisura de los jeta, la mirada atenta y casi maliciosa. Tiene el porte altivo y la tez bronceada de condottiere apasionado por los combates y dueño de un orgullo sin límites… Sin embargo, esa desenvoltura de fachada, disimula un ánima contemplativa y un temperamento afanoso. El príncipe Carlos de Inglaterra en un evento en Birmingham, Inglaterra, el 28 de julio del Lo paradójico de ese sitio ilustra maravillosamente al amo de casa. Por un lado el deber, por el otro la fantasía. Esa dualidad se enraiza en una trayectoria que no tiene nada de linear. Continuar leyendo la historia El primer hijo de la princesa Isabel y del duque de Edimburgo nació el 14 de noviembre de en el Palacio de Buckingham, y su infancia estuvo teñida de un austeridad militar que nunca dejó lugar a la extravagancia ni a la familiaridad.